Comentario
Durante más de doscientos años España había ocupado un lugar de primer orden en la política internacional que los tratados de Utrecht y Rastadt vinieron a poner en cuestión. Ambos acuerdos supusieron una nueva correlación de fuerzas en el continente europeo. Sin duda, los británicos fueron los grandes beneficiados al imponer su teoría sobre el equilibrio continental, al ver la dinastía Hannover reconocida por Francia en perjuicio de los católicos Estuardo, al conquistar Menorca y Gibraltar adquiriendo así una mayor presencia en el Mediterráneo y al conseguir importantes concesiones en el comercio colonial, verdadero contencioso entre las potencias europeas, tales como las bases pesqueras francesas en América del Norte (Acadia y Terranova), el asiento de esclavos negros en dominios españoles y la concesión de un navío de permiso anual de quinientas toneladas, que en la práctica posibilitaba el encubrimiento del comercio con productos propios en el vasto mercado indiano.
Por el contrario, las grandes perjudicadas fueron Francia y España. Aunque el país vecino conservaba casi intacto su territorio europeo, la paz firmada dejaba claramente explicitada la merma de su hegemonía y la imposibilidad de que un Borbón ciñera las coronas francesa y española. España por su parte fue la gran perdedora de su propio pleito sucesorio. Aunque Felipe V se consolidaba en el trono hispano, lo cierto es que acabó cediendo gran parte de su territorio europeo en favor de los austriacos (Flandes, Mantua, Milán, Nápoles y Cerdeña, luego permutada por Sicilia) y tuvo que hacer importantes concesiones comerciales a los ingleses además de reconocerles los enclaves de Gibraltar y Menorca.
Tan duro revés no fue bien encajado por la opinión pública española ni por el propio monarca. Felipe V se creía víctima de una injusticia que afectaba a sus intereses dinásticos. Muchos españoles consideraban que la paz había sido en realidad una paz dolorosa que mancillaba el orgullo nacional. En medio de este ambiente revanchista, pronto la diplomacia y los ejércitos españoles trataron de revisar los acuerdos de Utrecht en un triple frente: no reconocer la renuncia al trono francés, lo que ocasionó un momentáneo alejamiento respecto al país vecino; recuperar Menorca y Gibraltar para asegurar la presencia hispana en el Mediterráneo; y preocuparse por ensanchar la influencia española en los territorios italianos. El encargado de llevar a cabo estos deseos de primera hora fue el parmesano Giulio Alberoni. Sin embargo, la pronta formación de una Cuádruple Alianza (Francia, Holanda, Austria e Inglaterra), vino a situar las expectativas hispanas en su sitio, obligando a dimitir al italiano y a la diplomacia española a girar su timón en favor de una integración con los aliados.
Tras el breve reinado de Luis I, hijo primogénito de Felipe V, fue Isabel de Farnesio, segunda esposa del rey, quien lograría paulatinamente imponer sus criterios, contando para ello con la ayuda del barón de Ripperdá. En 1725 se efectuaba un acercamiento a la potencia austriaca que fue rápidamente considerado como un nuevo atentado al equilibrio continental (Tratado de Viena). La organización de la Liga de Hannover por parte de otras potencias europeas obligó a España a renunciar a su alianza con Austria y a reconocer definitivamente los acuerdos de Utrecht en el Convenio de El Pardo en 1728. Esta nueva situación dio paso a una mayor influencia de José Patiño, político de gran talla y visión que quiso aunar los intereses nacionales con los dinásticos a fin de conseguir una mejora del comercio colonial español y un mayor distanciamiento de los intereses italianos. En 1729 España firmaba un tratado de colaboración con Inglaterra y Francia en Sevilla y en 1732 el hijo mayor de Isabel de Farnesio, Carlos, pasaba a reinar en Plasencia, Parma y Toscana.
Con todo, la neutralidad no sería posible. En 1733, el estallido de la Guerra de Sucesión polaca llevaría a firmar el Primer Pacto de Familia con Francia al objeto de presentar un frente común contra los ingleses y de aprovechar la coyuntura para tratar de arrebatar territorios italianos a los austriacos. Las consecuencias de la Paz de Viena (1738) fueron ambivalentes para España: se conseguía que Carlos fuera reconocido como soberano de las Dos Sicilias, donde reinaba desde 1734, pero se cedían los ducados. Pocos años después, la Guerra de Sucesión al trono de Austria llevaría a firmar el Segundo Pacto de Familia con Francia (1743), esta vez de la mano de José Campillo, que había decidido seguir los caminos de su antecesor Patiño. Un conflicto cuyas consecuencias tendría que cerrar el nuevo monarca Fernando VI en 1748 (Paz de Aquisgrán), consiguiendo al menos los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla para el infante Felipe, segundo hijo de la Farnesio, quien de este modo veía sus aspiraciones colmadas.